Acá la nota del diario Perú 21
El guachimán pintor de cuadros
Tiene 30 años y comparte su labor de vigilante con su pasión por la pintura. Ganó uno de los principales concursos que hay en el Perú para jóvenes artistas
Las botas de Hugo Salazar Chuquimango siempre lucen bien lustradas. Son unos zapatos marrones de cuero muy brillante que lleva puestos aun cuando no está trabajando como vigilante nocturno. Hoy tiene 30 años, y este es su oficio desde los 18. Cuatro años después comenzó a pintar y su vida de vigilante se volvió el tema principal de su obra. Y aunque comenzó llevado solo por la inspiración, aprendió poco a poco la técnica, y está por terminar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Seis días a la semana cuida el interior de una fábrica de muebles y en la madrugada, en ese largo tiempo muerto, dibuja en su cuaderno con lapicero de tinta negra. Es mucho lo que un vigilante puede pensar y crear durante 12 horas de trabajo (de 7 de la noche a 7 de la mañana), un tiempo que lo obliga básicamente a permanecer alerta, esperando actuar en algo que quizá nunca suceda.
Salazar duerme solo cuatro horas al día y a veces no son consecutivas. Hay señales que lo demuestran: su voz en tono menor disimula más de un bostezo. Con las manos en los bolsillos, los brazos y los hombros rígidos parece querer arrancar la pereza de su cuerpo, estirarse y no poder. El sueño domina su obra, que está muy influenciada por el estilo de Salvador Dalí. Allí están sus miedos, el deseo reprimido y los recuerdos de una vida transitada que podrían ser objeto de estudio de un psicoanalista. Hay cuadros con su autorretrato atrapado en el tambor de un revólver, hay agujeros de bala, ojos duplicados, cabezas de peces y monstruos marinos (porque Salazar trabajó también de vigilante en el puerto) y timones de barco. En una de sus pinturas están los tres símbolos de su oficio. Un escudo con las iniciales doradas SS (servicio de seguridad) que lleva en su uniforme; el número 9332 que es su código en Prosegur, la empresa para la cual trabaja; y una pistola con la forma de una mujer desnuda que está inspirada en un mandamiento de sus colegas: “Debes cuidar tu arma como si fuera tu mujer”. En conjunto es la mirada de un artista que busca seguridad en un sueño repetido. ¿Qué más podría pintar un hombre en lucha permanente por no quedarse dormido?.
Hace tres años Salazar alquiló una habitación en un viejo edificio a unos 200 metros de Palacio de Gobierno. Al inicio vivieron aquí hasta cinco personas, todas estudiantes de Bellas Artes, pero Salazar fue el único que se fue quedando. En realidad son sus pinturas las que han invadido casi por completo las paredes, además de decenas de chisguetes de óleo, pinceles, trapos manchados, cuatro banquitos de plástico, y varios bocetos y apuntes en papel que habitan el lugar sin orden aparente. A la vez es un taller artístico, un dormitorio y un desván. No hay televisor. Hay dos caballetes en el centro del ambiente, un librero con enciclopedias y publicaciones sobre historia del arte y una radio cubierta con una tela amarilla. Tiene que pintar al menos durante cinco horas seguidas siempre con música de fondo: Pink Floyd es ideal para iniciar; la salsa de La Fania, lo que elige para acelerar su trabajo cuando se siente cansado. El único rincón destinado al descanso es un colchón sobre el piso, donde duerme arropado en una colcha estampada con dibujos de Disney. Lo que no hay aquí es agua. Cada domingo Salazar baja al primer piso y carga con dos baldes que le duran toda la semana. En el comedor de Bellas Artes puede almorzar gratis, aunque también suele pagar S/.6,5 por un menú que incluye entrada, segundo y refresco. Aunque vive ajustado de dinero, con mil soles le alcanza para sus gastos del mes.
PREMIO A LA VOCACIÓN
Hace unas semanas Hugo Salazar obtuvo el primer lugar en el Salón Nacional de Pintura, una competencia para jóvenes artistas que organiza el Instituto Cultural Peruano Norteamericano. No era el primer concurso en el que participaba, aunque sí es la primera vez que triunfa. El premio fue un cheque de 5 mil dólares que en pocos días voló de sus manos. Le entregó dos mil dólares a su madre, mil se fueron en pagar una deuda con el banco, otros dos mil en comprar un caballete, un librero y materiales diversos. El cuadro con el que ganó se llama “La máquina de mi madre”. Es un homenaje al taller de costura que dio de comer a su familia y donde él hizo sus primeros dibujos, un homenaje al negocio que en un momento apuntaba a ser próspero y del que solo queda hoy una antigua máquina de coser con la que su madre aún realiza pequeños trabajos. Es un cuadro que se expone en la sede del Icpna del Centro de Lima junto a otro llamado “El plantón monolítico”, en que un guachimán se transforma en el Lanzón de Chavín. Ninguno de ellos lleva su firma: Hugarto. Salazar no sabe cuánto podrían valer sus pinturas y prefiere no venderlas. Tampoco parece interesarle que su obra sea un objeto de comercio. Pinta por el gusto de hacerlo, no por la urgencia de dinero (aunque puede hacerle falta). Ha vendido pinturas a personas de confianza y ha regalado otras. “Puede ser que mi pintura valga bastante, pero tampoco puedo abusar del precio”. Siente que todavía está aprendiendo y que todo lo que ha pintado, que no es poco, es un ensayo para definir su propio estilo. Salazar no tiene teléfono celular y no todos los días revisa su correo electrónico. Hasta parece que la distancia de la gente es un requisito para crear. Mientras tanto espera el resultado de un nuevo concurso al que ha enviado un cuadro en el que aparecen una botas bien lustradas. El botín derecho refleja una silueta extraviada.
Hace unas semanas Hugo Salazar obtuvo el primer lugar en el Salón Nacional de Pintura, una competencia para jóvenes artistas que organiza el Instituto Cultural Peruano Norteamericano. No era el primer concurso en el que participaba, aunque sí es la primera vez que triunfa. El premio fue un cheque de 5 mil dólares que en pocos días voló de sus manos. Le entregó dos mil dólares a su madre, mil se fueron en pagar una deuda con el banco, otros dos mil en comprar un caballete, un librero y materiales diversos. El cuadro con el que ganó se llama “La máquina de mi madre”. Es un homenaje al taller de costura que dio de comer a su familia y donde él hizo sus primeros dibujos, un homenaje al negocio que en un momento apuntaba a ser próspero y del que solo queda hoy una antigua máquina de coser con la que su madre aún realiza pequeños trabajos. Es un cuadro que se expone en la sede del Icpna del Centro de Lima junto a otro llamado “El plantón monolítico”, en que un guachimán se transforma en el Lanzón de Chavín. Ninguno de ellos lleva su firma: Hugarto. Salazar no sabe cuánto podrían valer sus pinturas y prefiere no venderlas. Tampoco parece interesarle que su obra sea un objeto de comercio. Pinta por el gusto de hacerlo, no por la urgencia de dinero (aunque puede hacerle falta). Ha vendido pinturas a personas de confianza y ha regalado otras. “Puede ser que mi pintura valga bastante, pero tampoco puedo abusar del precio”. Siente que todavía está aprendiendo y que todo lo que ha pintado, que no es poco, es un ensayo para definir su propio estilo. Salazar no tiene teléfono celular y no todos los días revisa su correo electrónico. Hasta parece que la distancia de la gente es un requisito para crear. Mientras tanto espera el resultado de un nuevo concurso al que ha enviado un cuadro en el que aparecen una botas bien lustradas. El botín derecho refleja una silueta extraviada.
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